es procaz, ruinoso, inexcusable
lame mis carcomidas catacumbas
y se expande como mala hierba
en el laberinto de mi esqueleto.
¿Es acaso un huracán ajeno a mi apatía?
¿O un fardo de serenatas supurando rencor?
Las veletas han caído,
coaguladas, no cantan más;
apenas murmuran gruñidos ocultos,
gritos sofocados por la fuerza de una soga amarrada a mi pescuezo.
Fue antes del ofertorio
cuando los feligreses, rebosantes de gracia,
me pasaron la canasta.
No pude contenerme,
el hedor de los billetes se enredó en mis vísceras
y me arrancó un desmesurado vómito.
Afuera me esperaba monseñor.
En las mazmorras del Sacro Colegio Cardenalicio,
rociaron mi cuerpo con agua de San Casteabro
antes de condenarme al patíbulo.